domingo, 9 de enero de 2011

1. “Un café, por favor”.


I  

Un aguacero sorprendió  mi rutina de gastar suela de zapato.  Su agua me rodeaba al tiempo que enfriaba mi piel. Sin más remedio que hallar cobijo, extendí mi vista más allá de neones de todo tipo de negocios hasta encontrar un lugar que, simplemente, no vendía nada.  Un rótulo sombrío, una simple puerta me atrajo por tal sencillez y me dirigí hasta allí.

Justo al entrar, sin mirar a mi alrededor, despojé a mis ojos de su facultad para secarme mis mojadas gafas. Dirigí mis manos hacia algo seco, quizá la camiseta, quizá algún “kleneex” sin usar. No hubo suerte. De repente, una voz me dijo “tome”. Di las gracias sin saber a quién, sequé mis lentes y, esta vez sí, vi al hombre que tras la barra se encontraba pensativo y tranquilo. Su pelo cano me recordó que ya no soy un crío para saltar en efímeros charcos de tormentas pasajeras.

Sonaba buena música de los 70. Jazz de algún grupo que no fui capaz de reconocer. La decoración parecía sacada de una foto en blanco y negro. El ambiente era tranquilo, de andar por casa  y había una amplia barra en la cual me apoyé. “Un café, por favor”.

El hombre tranquilo me sirvió velozmente el café mientras yo seguía observando el entorno. La madera, el color ocre de las paredes, el orden y la limpieza invitaban a visitar ese lugar sin reparo. Un sitio sin grandes mesas, provocando el ambiente tranquilo que allí se respiraba.


Encendí un cigarro y me perdí al ritmo de la música siguiendo los dibujos abstractos de su humo. En el trayecto “Jazz” de mi mirada encontré vida mas allá de la barra. Al final del café, en la mesita del rincón, se hallaba una chica afanada con una servilleta y un bolígrafo rojo.  

Quise entablar un juego de miradas… ¿Le ha sorprendido la lluvia? Me interrumpió el camarero del lugar. “Sí”. No tuve otra opción para responder a una pregunta que más que inteligente, pedía conversación. Así que opté a comunicarme con él. “Perdone, ¿cómo se llama?”.  “Luis”.

II

Buen tipo este Luis. Desprendía seriedad al mismo tiempo que su humor, su conversación y su educación exhalaban agilidad e inteligencia. De esas personas que no necesitan gesticular porque con la palabra les basta. Me asaltaron varias preguntas para Luis pero las dejé para otro momento. No es bueno meter el dedo en la llaga el primer día, pensé para mí.

En la conversación obtuve un detalle en el que no pude reparar anteriormente. “El Café de Colón” es donde reposaba mi húmedo cuerpo. Enmudeció la música y Luis se adentró en la oficina para cambiar el disco compacto que allí giraba.

Me sorprendieron los primeros compases de la pieza. A la velocidad de la luz, mi mente ubicó el cantante y la letra. Se erizó el vello de mis brazos y en honor al cantautor, encendí otro cigarro con ímpetu “como si llegaran a buen puerto mis ansias…” Embobados con la voz del poeta, la conversación que mantenía con el mesero quedó pausada. Aproveché para retomar algo que había dejado antes de empezar.

Volví con mi mirada al último rincón del bar donde yacía la chica de la servilleta teñida de rojo. También distraída y sonriente con el tono del maestro, estuvo fumando hasta que nuestros humos se enlazaron en un fugaz baile y, al fin, empezó el juego de cruces, choques y fijaciones de miradas. Sin saber quién ganó, me levanté directo al servicio, que bien por costumbre o por querer acercarme a ella quise poner “al fondo a la derecha.”

Al llegar a su altura no debía esconder mi descaro. Tenía varios trabajos y sólo dos oportunidades para obtener la información en el viaje de ida y de vuelta a la barra. Uno de ellos consistía en absorber toda la información posible, esta vez de cerca. Información de sus ojos y su expresión. En el de vuelta: ¿qué trazaba en esa servilleta? Un dibujo, un texto, un dibujo con su texto, un avioncito de papel… Demasiado trabajo para cuatro pasos; un reto más para la tarde que empezó con un paseo atormentado.

Resultó. Al  clavar mi mirada en la suya, su sonrisa nerviosa mostró el escudo tras el que se escondía. Sus ojos pedían más a la vez que su gesto advertía lo realmente difícil de entrar en ella. Al desconectar de su mirada  y seguir con mi trayecto, me informó. “Perdone, el servicio está ahí delante.”

Oí su voz gratuitamente, perdiendo la posibilidad de que, al volver, escudriñara lo que tenía entre sus manos. Así que, a la misma vez que le di las gracias, tiré la mirada a la servilleta. La taza de su café con leche no me dejo leer más que lo que entendí como el título de su escritura. “Para J.”

(Continua en el 2.)